domingo, 13 de enero de 2008

Recuerdos perdidos (4° Parte)

Perdido. Extraviado. Con el dolor mezclándose con una extraña culpa, se lanzó lejos, sin pensarlo. Su vida resquebrajandose, e importándole un bledo. Ya no era el principio del fin, sino declaradamente una caida inexorable. Esta vez sin discursos, planes ni justificaciones, tomó cuanto pudo, cogió a la que tenía al lado, y decidió huir una vez más. Ya no estaba, quizás, en condiciones de dar ni recibir amor, como se suponía que ocurriría una vez, pero no pareció importar.


Tras el fracaso de los sueños. Tras la derrota de los sentimiento puros. Con el colapso, la amistad se hizo añicos, cada uno cogió sus cuatro trozos dispersos y partió a buscar algún camino lejos del lugar de origen. Finalmente el único que siguó siendo amigo de todos, fue aquel que partió de verdad. Los demas renunciando a la belleza, al sincero placer de la amistad honesta, se concentraron en sí mismos, cada uno en su huída, cual si no hubiera otra forma de encarar la vida.


Así fue como partió a San Antonio, desarmó su vida, desechó sus rutinas, canceló sus compromisos, dejó en el olvido a sus amigos, y desplazó los placeres mundanos por la seguridad de una mujer. La vida siguió cosechando tragedias, pero ya no había tiempo para mirar atrás. Era el momento del mañana, del dejar de pensar, parar de soñar, y comenzar a vivir, una vida entera, un tanto formateada, ocupada, complicada y vacía.


Ya no fueron 8 meses como antes. A unos iniciales 6 meses, le correpondió un período más largo aún en Santiago. En la fuente misma de todos sus desagrados, en lugar donde se gestó la huida original, tras la primera hecatombe de su vida. Al lugar donde había jurado que no volvería jamás, y del que renegó escupiendo al cielo, negándolo 3 veces, y que no se cansa de quitarle las energías. Volvió para enrostrarse su falta de consecuencia, para constatar cada día que está lejos de ser lo que se suponía, para confirmar su falta de valor.


Más de dos años tuvieron que pasar, para que volviera a gestarse la última huida, quiza la definitiva (lo mismo ha pensado en cada una). Aquella que pone una lápida definitiva al deambular en busqueda de algún sentido, y tiñe de canas las sienes. Ahora dejará los restos de su juventud desparramados entre los adoquines, las calles y las ruinas de Roma.


FIN


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