Es decir, como hincha del fútbol, me puede gustar como juega un equipo en algún momento particular de la historia, los magiares mágicos del '54, el Brasil del '70 o la Naranja Mecánica del '74 (aunque, no vi jugar a ninguno de ellos), o un jugador específico. Me gustaba ver jugar, por ejemplo, al bichi Borghi, al diablo Etcheverry o al cabezón Espina; a mi viejo le gustaba Bochini o el fino Toro, y a mi abuelo José Manuel Moreno.
Pero “hacerse” de un equipo es una cosa diferente, tiene que ver con un elemento constitutivo del ser. No con aquello que solo nos da placer, sino con aquello que nos da identidad. Es decir, ser hincha se relaciona con aquello que se es, no con aquello que nos gusta. Diferencia filosófica fundamental.
A partir de dicha diferencia, nos adentramos recién al entendimiento del embrujo que parece poseer esta fuente inagotable de sufrimientos y malos ratos, que implica ser hincha de fútbol. Se sufre la mayor parte de todo partido, y en caso de vencer, la tensión solo desaparece al final de 90 minutos de angustia. Aún en ese momento, solo se podrá disfrutar verdaderamente al final del torneo, si es que se tiene la fortuna de ser Campeón.
Pero antes, tendremos que pasar largos meses de agonía, hasta poder explotar en un efimero momento de alegría inconmensurable. Tanta trizteza y frustración, apenas interrumpida, por periódicas y grandes alegrías, afortunadamente para algunos como yo, que tenemos el tremendo privilegio de ostentar la condición colo-colina por la vida, es un trago menos amargo.
Si bien, no se puede experimentar alegría mayor en la vida que un gol que te da el campeonato, cuando se mantuvo la incertidumbre al hasta el final del partido, luego de meses de sinsabores. Quizás, como excepción a la regla, entre en esta categoría el tercer gol a Boca Juniors en la semifinal de la Copa Libertadores de 1991, el de Ruben Martínez levantándosela a Navarro Montoya en el minuto 82 y el Estadio explotando.
Pero bueno, vamos a los hechos. Considerando que solo gana 1 entre los 32 equipos profesionales que existen, que desde 1933 le ha correspondido dicho lugar a Colo-Colo en 27 oportunidades; que los otros 55 torneos se los reparten entre 13 equipos (en promedio 4,2 campeonatos por equipo); que el mayor dolor que puede existir en la vida es perder la categoría (bajar a segunda), y que Colo-Colo es uno de los 2 clubes a quien nunca le ha sucedido algo semejante; que Colo-Colo es el equipo que más partidos ha ganado, y el que más goles ha convertido. Considerando todo aquello, que suerte haber nacido colo-colino, y no tener que vivir haciendo una alegoría del fracaso, y buscando sentido en la frustración constante. Para eso ya tenemos a la selección.
Tal como para un brasileño o argentino, debe parecer de una tristeza tremenda ser chileno o peruano, pues nuestras selecciones juegan sabiendo que nunca ganarán algo realmente importante a nivel internacional. Lo mismo sucede con aquellos que no son colo-colinos, que tristeza haber nacido en un país como Chile y para colmo tener que conformarse con ser parte de algún otro equipo.
Solo así es posible comprender la eterna condena de algunos a quienes se les negó el camino de la virtud, la sobriedad, la hidalguía, y por cierto el empuje y el coraje, y aún así siguen siendo hinchas de sus equipos, y no dejan de serlo. No pueden dejarlo, aunque quisieran, porque son hinchas de verdad, se sienten parte de algo, son parte algo. Algo triste, pero algo al fin y al cabo. Aquella es la justificación, de todos aquellos que en la oscuridad y la confusión soportan su existencia peleándose en las sombras por sus colores, cuyo principio y final está marcado en función de la alba existencia de Colo-Colo, el eterno rival a vencer.