Si anidase la soledad en algún pueblo, probablemente elegiría un lugar como este. A casi 3.700 metros de altitud, donde se levantó en un tiempo inexacto Enquelga, entre cerros despoblados y rebaños de llamas, bajo el golpe inclemente del sol y de un viento seco.
Si no fuese por un par de parroquianos sacados de un libro de viejas historias andinas que aparecen de tanto en tanto a ver la novedad que significa un grupo de viajeros en este rincón olvidado, sencillamente este sitio pasaría por pueblo fantasma, cual resabio de una era extinta.
La tarde, que bien podría ser de cualquier año, descansa adormecida por la luz del sol, ante la vigilante mirada de enormes volcanes y montañas apenas nevadas. Entre la polvareda y el bofedal poblado de auquénidos pastando eternamente ajenas al paso de los años y las estaciones, la vida parece haber olvidado continuar su paso en estas lejanías.
Como extranjeros en una lejana y olvidada región del pasado, aplacamos nuestro apetito acompañados por un anciano surgido de la profundidad del polvo y la nada, cual si no existiera. Del mismo modo que esta pequeña aglomeración de casas, que rodea a una vieja iglesia estucada con cal, que insisten en denominar pueblo.
Se respira la sequedad infinita, bajo un halo de atemporalidad que no deja de sorprender. La inmensidad árida del desierto aguarda nuestro regreso desde los confines del tiempo. Los años se olvidaron de pasar por el altiplano, a tal grado, que no sorprendería toparse con una caravana de conquistadores españoles del siglo XVI, mientras permanecemos aquí, en silente espera, quemándonos, esperando saciar nuestra falta de buena alimentación, para proseguir adentrándonos hacia el fin del reino del tiempo extinto.
Si no fuese por un par de parroquianos sacados de un libro de viejas historias andinas que aparecen de tanto en tanto a ver la novedad que significa un grupo de viajeros en este rincón olvidado, sencillamente este sitio pasaría por pueblo fantasma, cual resabio de una era extinta.
La tarde, que bien podría ser de cualquier año, descansa adormecida por la luz del sol, ante la vigilante mirada de enormes volcanes y montañas apenas nevadas. Entre la polvareda y el bofedal poblado de auquénidos pastando eternamente ajenas al paso de los años y las estaciones, la vida parece haber olvidado continuar su paso en estas lejanías.
Como extranjeros en una lejana y olvidada región del pasado, aplacamos nuestro apetito acompañados por un anciano surgido de la profundidad del polvo y la nada, cual si no existiera. Del mismo modo que esta pequeña aglomeración de casas, que rodea a una vieja iglesia estucada con cal, que insisten en denominar pueblo.
Se respira la sequedad infinita, bajo un halo de atemporalidad que no deja de sorprender. La inmensidad árida del desierto aguarda nuestro regreso desde los confines del tiempo. Los años se olvidaron de pasar por el altiplano, a tal grado, que no sorprendería toparse con una caravana de conquistadores españoles del siglo XVI, mientras permanecemos aquí, en silente espera, quemándonos, esperando saciar nuestra falta de buena alimentación, para proseguir adentrándonos hacia el fin del reino del tiempo extinto.
VII
Rugen bravías y pausadas al unísono, una y otra vez, las heladas aguas del océano pacífico, como si quisieran quebrar el sueño inmutable de los cerros. Mudos testigos del paso del sol calcinando la sequedad del mundo, hasta que desgastado ahoga su impotencia anaranjada más allá del horizonte.
Permanecemos sentados, tendidos, sin más que hacer que dejar pasar las horas. Al final de este viaje, como dijiera alguien por ahí, en la soledad de las playas atacameñas, con el rumor permanente del pacífico, y el cansancio convertido en serenidad.
El golpe eterno de las olas contra la paciencia de las rocas, adormece cualquier humanidad detenida a contemplarlo. Entre la proliferación angulosa de roqueríos ennegrecidos, la ruidosa monotonía del mar nos recuerda cuan innecesario es apresurar la marcha de los acontecimiento. Tal como alguien dijo una vez en la Patagonia, durante el viaje que nunca existió – El que está apurado en estas tierras, pierde el tiempo.
FIN
(2003)
Permanecemos sentados, tendidos, sin más que hacer que dejar pasar las horas. Al final de este viaje, como dijiera alguien por ahí, en la soledad de las playas atacameñas, con el rumor permanente del pacífico, y el cansancio convertido en serenidad.
El golpe eterno de las olas contra la paciencia de las rocas, adormece cualquier humanidad detenida a contemplarlo. Entre la proliferación angulosa de roqueríos ennegrecidos, la ruidosa monotonía del mar nos recuerda cuan innecesario es apresurar la marcha de los acontecimiento. Tal como alguien dijo una vez en la Patagonia, durante el viaje que nunca existió – El que está apurado en estas tierras, pierde el tiempo.
FIN
(2003)
2 comentarios:
Me veo en la obligación de utilizar para estos comentarios, algunas citas, ya te habrás dado cuenta. Hay en ellas una sabiduría, que me gusta compartir. Tus historias, merecen la gracia de la literatura, que en muchas ocasiones, trascienden lo fantástico y estan tanto mas cerca del cotidiano. Comparto una mas.
"Lo admirable es que el hombre siga luchando y creando belleza en medio de un mundo bárbaro y hostil"
Una bella cita de Sabato... Muy bien, idea que comparto por lo demás.
Publicar un comentario