El traqueteo ruidoso del motor de un guardia de seguridad montado sobre su caballo de hierro interrumpe el silencio cómodo de una tarde fría y despejada, de un invierno austral. Fluye el día, como tantos otros, perdido en el anonimato de un calendario olvidado. Las informaciones incendiarias de los medios que hablan de agitación, disturbios y movilizaciones se contradicen con la calma, absolutamente carente de tensión, de un gélido atardecer apacible.
Una brisa suave, lentamente, helándolo todo y a todos, cuando el reloj aún no da las 17:00 horas y las sombras del ocaso se anuncian inevitables. Jóvenes por doquier continúan jugando a estudiar en las escalinatas al pie de la torre del reloj, fingiendo tomarse en serio la comedia post-adolescente de la universidad. Poca gente entrando y saliendo bajo el arco de la entrada principal, con una lentitud propia de las vacaciones. El sol intentando, estérilmente, invadir algunos rincones robados a las sombras invernales que lo dominan casi todo, resulta incapaz de contrarrestar el frío húmedo y penetrante que hace tiritar hasta los árboles desnudos que bordean el camino y las facultades situadas al costado de éste.
El frío, que tiende a hacer huir a todo el mundo en este perdido día de principios de invierno de esta remota universidad, deja en el olvido las típicas responsabilidades infantilmente auto impuestas para sentirnos grandes. La urgencia previa de hacer cosas y correr por el mundo, descansando en algún rincón del tiempo que se niega a pasar. Nada parece imperativo.
Una brisa suave, lentamente, helándolo todo y a todos, cuando el reloj aún no da las 17:00 horas y las sombras del ocaso se anuncian inevitables. Jóvenes por doquier continúan jugando a estudiar en las escalinatas al pie de la torre del reloj, fingiendo tomarse en serio la comedia post-adolescente de la universidad. Poca gente entrando y saliendo bajo el arco de la entrada principal, con una lentitud propia de las vacaciones. El sol intentando, estérilmente, invadir algunos rincones robados a las sombras invernales que lo dominan casi todo, resulta incapaz de contrarrestar el frío húmedo y penetrante que hace tiritar hasta los árboles desnudos que bordean el camino y las facultades situadas al costado de éste.
El frío, que tiende a hacer huir a todo el mundo en este perdido día de principios de invierno de esta remota universidad, deja en el olvido las típicas responsabilidades infantilmente auto impuestas para sentirnos grandes. La urgencia previa de hacer cosas y correr por el mundo, descansando en algún rincón del tiempo que se niega a pasar. Nada parece imperativo.
A lo lejos, como sentado en una tribuna fuera de este verde, húmedo y frío mundo austral, se ve a la gente seguir su marcha continua, mecánicamente interminable, a la que ha de sumarse luego. Tras el arco, pueden verse microbuses siguiendo eternamente su rutina habitual. Se escuchan palabras al viento que nadie alcanza a descifrar. Se ven personas cantando a públicos imaginarios. Perros arrancando en soledad. Caminantes incesantes con un incierto rumbo fijo.
2 comentarios:
En ocasiones los días agotan, la gente me sobrepasa, los errores se sobreponen, y por supuesto me doblegan. Caminando por un paseo peatonal, intento evadir la excesiva presencia de la gente, el acelerado paseo(?!), la insistencia ante la búsqueda ciega, la persecusión de fines... logros... Hace falta en este recondito centro... la paciencia, la contemplación... la perseverancia...
Nos hace falta aprender de lo que somos, y mirar a los cuantos somos... quizás el el modo de comprender hacia donde vamos...
Se me borró todo lo que intenté decir....
Cuando fui por primera vez a la universidad (me pasa que debo soñar que estudie las otras cosas que queria estudiar) me sentí como ausente, como offline, como en lapsus poco amables, y entonces, vino esa rafaga inmensa de viento que me llevo lejos, me botó a la deriva.
Entonces, como buena mechona -mechon gueon(8)- me fui volando por el viento y me pusé a planear como planeador -no como plan-eador- por esos cielos infinitos de las libertades individuales que faltan en la época del liceo.
Y un día... un día cualquiera por cierto, me di cuenta de que necesitaba una rafaga interna, ponerme un libro en la frente para que no me lleve el viento y para que nada pueda derribarme, ni siquiera un avión de esos que tienen los gobiernos - bien escondidos- para tirar armitas nucleares y cuanta puta cosa se les ocurra.
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