sábado, 23 de febrero de 2008

Sobre el origen de las cosas - 3


Ahí estuvo, frente a mí, siempre vecino y cercano. Siempre en silencio. Estuvo antes, y también en los apacibles días que se devanecían en la cabaña, como un bello paréntesis, entre el hastío de una ciudad inhóspita y una molesta sensación de irremediabilidad, como si se estuviera perdiendo algo. El único objeto que ha estado conmigo los últimos 15 años. El banderín de Colo – Colo, pero uno cualquiera, uno único, con historia.


Poco después de haber ganado de haber ganado la Copa Libertadores, un buen primo que por esos años acompañaba nuestro andar por la vida, fue con su curso del Colegio al Estadio Monumental a visitar al plantel que había logrado lo imposible. Romper con empuje, coraje y fútbol, el maleficio impuesto por unos diablos rojos de un barrio llamado Avellaneda, al otro lado del "cerro", el cual había sentenciado a mediado de los '70s: “Chilenos, para ustedes la Copa se mira y no se toca”.


En dicha visita, recibió en sus manos un banderín. Un simple banderín con 17 estrellas (hoy ya van 27) rodeando la insignia del club sobre fondo blanco, con una línea negra bordeando toda la supeficie, a modo de marco. En la parte superior, se leía la leyenda “Campeón Copa Libertadores de América”, abajo se remataba simplemente con la palabra “Chile”, y repartidas uniformemente por toda su superficie las firmas de algunos jugadores.


Pues bien, sin dimensionar el nivel de objeto que tenía entre sus manos, el dichoso banderín pasó de mi equivacado y “chuncho” primo, a las manos de mi hermano menor, y yo en un decidido y arbitario gesto de envidia, amor y necesidad, me lo apropié. Luego comprendería porqué. A pesar de la indignidad que reviste el robarle a tu hermano de 8 años (yo andaba en los 15), esto era superior a mí. Estaba seguro que debía ser mío, que nadie más comprendería su valor, ni disfrutaría tanto de tenerlo en su poder y legarlo a una nueva generación años más tarde.


De algún modo mi colo-colinidad, aquella condición ineludible e inalienable de pertenercer a este club, me obligaba a arrebatar tamaño tesoro de los infantiles dedos, de un neofito y poco convencido “colo-colino” por inercia. A pesar de sus divertidas e inolvidables diatribas garrerísticas en las albas tribunas del estadio.


El tiempo me dio la razón. Yo partí, banderín en mano, a buscar la vida a Concepción. Luego de unos años mi hermano abandonó su “eterna demanda de restitución de la propiedad” al descubrir que, en verdad, lo suyo era la vieja y querida albiceleste. La gloria del pasado, el sufrimiento del presente y la hidalguía por encima de cualquier vicisitud, que caracteriza al cuadro de la carabela y la bandita en las tribunas.


(Continuará)

1 comentario:

F dijo...

Un día, de jovencita el futbol fué una pasión. Mas adelante repentínamente lo odié... y me deshice de todo objeto que me hiciese recordar.. Hoy en el hogar compartido (a la distancia), estoy rodeada de objetos, libros, de banderas y símbolos, estrellas y victorias de muchos... El amor es más fuerte, y el recuerdo irrevocable...