domingo, 20 de abril de 2008

El viaje que nunca existió - 9

El tiempo ya se deshizo, consumido en las brasas de su paso vertiginoso. El agrio aroma a final invade los diversos rincones de la oficina, abandonados ya por la frescura inaugural de la esperanza de un par de meses atrás. Volvieron el frío y el viento, los días con serias señas otoñales. El cigarrillo cómplice del aburrimiento de sus ideas recurrentes. Siempre latentes los deseos de salir huyendo lejos, a años y vidas enteras del hastío cotidiano de ver nacer y morir los días con negligencia.


Días que arrastran el aroma de un tiempo extinto. Febrero bien avanzado, esperando la amarga y violenta llegada de marzo, en silencio. El tiempo lineal enredado en una espiral revuelta. Empieza a carecer de sentido la idea de un inicio, antecedido por un final previo. Más bien, se dan multiplicidad de comienzos confundidos en la agotadora atmósfera de un ocaso global, cual si ya nada pudiese volver a cobrar sentido alguna vez.


Quisiera poder, aunque sea por un instante, escribir algo certero. Poderosamente humano e incontrarrestablemente real. Quisiera poder transmitir la elocuencia de la sequedad espiritual de esta ciudad, el vacío absoluto y abundante de su esterilidad. Cuanto le pertenecemos y que poco sacamos de ella, cuan ajena y distante luce, pero a la vez que natural se nos hace el imperio frío de su halo grisáceo. El tiempo continúa su recorrido plano y decidido, con su estructura torcida y cíclica. La espera se torna interminable, dando la impresión de que no acabará jamás. Se abre el ascensor, y en una aceleración del tiempo, casi sin notarlo, vamos de vuelta a Antuco, una vez más, mecánicamente, en silencio.


El mismo camino. Rincones y recodos archiconocidos de la ruta a Cabrero. La ausencia de la excitación o novedad de comienzos de diciembre, suplida por la monotonía repetitiva de cada salida. Las palabras que jamás se dijeron, como una barrera infranqueable que impide pronunciar ninguna más. Frente a ellos, la inexorabilidad del último viaje, el vacío aflorando en los espacios que se abrieron, sin atreverse a llenarlos. Palabras corteses, y un pálido beso de adiós.


FIN

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