Andando en soledad, con la extraña sensación que la acostumbrada inmovilidad de su mundo se enfrenta de lleno a lo inevitable, un joven lobo adulto deshace un camino bien conocido por la fría oscuridad del bosque en busca de algún claro donde echarse a dormir. Cae pesada la noche, envolviendo cada pequeño rincón en la densidad de la penumbra. Su cuerpo delgado evidencia en su falta de vitalidad, el cansancio de largas jornadas deambulando sin propósito.
Anda solo, a oscuras, aprovechando el frío para mantenerse despierto, siempre al filo de caer desfallecido. Sin embargo, continúa tercamente buscando un lugar idóneo donde echar a descansar sus huesos. Lleva meses deambulando por los bosques interminables que se extienden al norte de la estepa congelada, más allá de los negros cenagales, donde uno extraños seres cubiertos de pieles extraen un líquido negro de las entrañas de la tierra, desde curiosos árboles de ramas entrelazadas sin hojas, cual si fuese su único alimento.
Sin otra intención aparente, que dejar andar sus patas una tras la otra, camina más por inercia que por convicción, pero con una idea fija en su mente, encontrar un buen lugar donde abandonarse hasta que tenga energías de nuevo para seguir adelante.
Una fuerza desconocida, instintiva, lo anima a seguir adelante, aún contra la resistencia de sus debilitados miembros, para alcanzar aquello que apenas intuye. Su vida, desde que se hartó de luchar contra las grandes manadas de lobos por un espacio en los tibios valles que serpentean desde los montes a las llanuras del sur, carece de más motivo que seguir errando en las sombras aguardando la muerte de la última esperanza.
El invierno en franca retirada, replegándose cada vez más al norte, cual si buscara refugio en los negros bosques que se extienden más allá del horizonte, hasta caer de golpe sobre los acantilados que marcan el fin del mundo. El cielo, eternamente cubierto por densas nubes grises, lentamente va dejando esporádicos espacios libres donde se asoma intrusa, de tanto en tanto, la luna a contemplar sin comprender el andar lento del lobo errante. Carente de fuerzas siquiera para lanzar un amago de aullido, hambriento y cansado, el lobo se deja caer sobre un pequeño claro, entre dos grupos de gruesos y añosos árboles a los pies de una quebrada, bajo la palidez fría de la luna que con seriedad lo cubre con su luz argentina como queriendo cobijarlo.
2004