Tranquilo. Paciente. Es un amanecer grisáceo, húmedo y frío. Tal como lo indica su carácter, hace la fila en silencio, a la intemperie, para pedir un número, que le permetirá luego poder ser atendido. En torno suyo, miradas cansadas, con sueño, quizás desesperanzadas.
La fila circundada por rejas avanza veloz, ante la atenta mirada de aburridos agentes de policía. Por ahí algún recién llegado mueve la cabeza, como si comprendiense que sucede a su alrededor, balbuceando palabras en un idioma extraño. Otros, mordiéndose la lengua para no exteriorizar su rabia, miran desconfiados.
Intentado dar la mejor impresión, hablando del mejor modo posible, el idioma recién aprendido, se enfrentan uno a uno ante la apática actitud de quienes cargan con el peso de trabajar ahí. Por un sueldo mediocre, en un contexto desagradable, realizan una labor mecánicamente repetitiva, que está a años luz de lo que soñaban, cuando comenzaban a hacer sus primeras armas en el cuerpo de policía.
Una extraña mueca se dibuja en muchos rostros, como si la resignación estuviese en constante disputa con la esperanza, y todo dependiese de la voluntad de un funcionario. El frío desagradable de una mañana húmeda, se condice con el desgano que recibe a quienes llegan ahí sin saber a quien más acudir. Es una situación indigna. Personas que no han hecho nada más que decidir probar suerte en otra parte del mundo, tratados como sopechosos de algo. En una zona de frontera a espaldas del esplendor de la ciudad.
Sentado. Con su número en el bolsillo, y un libro en la mano. Pasa el tiempo leyendo teorías sobre el derecho a la ciudad y el uso del espacio público, mientras en los confines olvidados de la urbe seres frustrados deben lidiar con la desesperación de un grupo de desgraciados atrapados por meses y años en una trama burocrática, ante la total indiferencia de todos los demás.
La fila circundada por rejas avanza veloz, ante la atenta mirada de aburridos agentes de policía. Por ahí algún recién llegado mueve la cabeza, como si comprendiense que sucede a su alrededor, balbuceando palabras en un idioma extraño. Otros, mordiéndose la lengua para no exteriorizar su rabia, miran desconfiados.
Intentado dar la mejor impresión, hablando del mejor modo posible, el idioma recién aprendido, se enfrentan uno a uno ante la apática actitud de quienes cargan con el peso de trabajar ahí. Por un sueldo mediocre, en un contexto desagradable, realizan una labor mecánicamente repetitiva, que está a años luz de lo que soñaban, cuando comenzaban a hacer sus primeras armas en el cuerpo de policía.
Una extraña mueca se dibuja en muchos rostros, como si la resignación estuviese en constante disputa con la esperanza, y todo dependiese de la voluntad de un funcionario. El frío desagradable de una mañana húmeda, se condice con el desgano que recibe a quienes llegan ahí sin saber a quien más acudir. Es una situación indigna. Personas que no han hecho nada más que decidir probar suerte en otra parte del mundo, tratados como sopechosos de algo. En una zona de frontera a espaldas del esplendor de la ciudad.
Sentado. Con su número en el bolsillo, y un libro en la mano. Pasa el tiempo leyendo teorías sobre el derecho a la ciudad y el uso del espacio público, mientras en los confines olvidados de la urbe seres frustrados deben lidiar con la desesperación de un grupo de desgraciados atrapados por meses y años en una trama burocrática, ante la total indiferencia de todos los demás.
2008
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