El ruido seco de un trueno lo despierta. Medio desorientado hurga entre las cosas del velador para ver la hora. Por su ventana entra en plenitud la opaca luz de un día de tormenta. Eran las 8:45.
Se levanta cansado, con una ligera sensación de amargura que no sabe identificar. Algo no va bien, y él evidentemente no está comprendiendo que cosa es. Entra al baño, se lava la cara, mirándose en modo interrogativo. Recorre con mecánica lentitud los oscuros metros del pasillo que separan su pieza de la cocina. Prepara un café, se sirve un vaso de jugo de naranja y saca un yoghurt del refrigerador.
Se oye aún el rumor del secador de pelo, en el otro baño. Sonríe. Los demás comienzan lentamente a despertar. Se encuentran en la cocina, rostros somnolientos. Se saludan con cierta frialdad. Se respira, sino una tensión, al menos una extraña sensación de incomodidad. Sin ocurrir nada en particular, sin llegar a decirse ningún tipo de declaración específica, ayer parece haberse cruzado una de las tantas fronteras indefinidas, que marcan un punto de no retorno.
Sin entender muy bien, ni saber exactamente qué, sabe que desde hoy, hay algo que no volverá a ser igual. Llegó a estas lejanas tierras hace exactamente un año, cargado de esperanzas, proyectos, una ciega convicción y una maleta roja de 35 kilos. Comunicándose apenas, con su lengua tarzanesca y escasa, luego de un par de semanas dando bastonazos de ciego, arrastrando el cansancio de no ver resultados postivos, por las calles adoquinadas de la ciudad entre edificios vetustos, llegó al lugar que se convertiría en su hogar, gracias a una enorme casualidad. Quizás Dios exista después de todo, pensó.
Se levanta cansado, con una ligera sensación de amargura que no sabe identificar. Algo no va bien, y él evidentemente no está comprendiendo que cosa es. Entra al baño, se lava la cara, mirándose en modo interrogativo. Recorre con mecánica lentitud los oscuros metros del pasillo que separan su pieza de la cocina. Prepara un café, se sirve un vaso de jugo de naranja y saca un yoghurt del refrigerador.
Se oye aún el rumor del secador de pelo, en el otro baño. Sonríe. Los demás comienzan lentamente a despertar. Se encuentran en la cocina, rostros somnolientos. Se saludan con cierta frialdad. Se respira, sino una tensión, al menos una extraña sensación de incomodidad. Sin ocurrir nada en particular, sin llegar a decirse ningún tipo de declaración específica, ayer parece haberse cruzado una de las tantas fronteras indefinidas, que marcan un punto de no retorno.
Sin entender muy bien, ni saber exactamente qué, sabe que desde hoy, hay algo que no volverá a ser igual. Llegó a estas lejanas tierras hace exactamente un año, cargado de esperanzas, proyectos, una ciega convicción y una maleta roja de 35 kilos. Comunicándose apenas, con su lengua tarzanesca y escasa, luego de un par de semanas dando bastonazos de ciego, arrastrando el cansancio de no ver resultados postivos, por las calles adoquinadas de la ciudad entre edificios vetustos, llegó al lugar que se convertiría en su hogar, gracias a una enorme casualidad. Quizás Dios exista después de todo, pensó.
2008
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