El día despertó tarde. La sensación de tristeza y soledad lejos de aplacarse, alcanzó su peak. Las negruscas masas nubosas, que trajo la vaguada costera, se compactaron de tal modo que se aguardaba inminente un aguacero. Casi como si el clima supiese de sus estados emocionales, le dio un día acorde con ellos. Se levantó cansado, esperando ver cuantos se acordarían de él y, sabiendo que, por diversos motivos, serían pocos este año, se resignó de antemano.
Se respiraba una extraña falta de alegría. Sea porque se sentía, irremediable, cada vez más anciano, o porque por primera vez en su ya no tan breve existencia fue consciente de que el tiempo no solo pasa, sino que se pierde para siempre. En cada uno de sus movimientos controlados, la sensación de vacío, fracaso y soledad, fueron tiñendo desde el inicio aquel deprimente viernes de enero.
Al menos no debía trabajar. Claro que la falta de ocupación le ofrecía un día estéril, inútil, vacío, hasta caer en cuenta que casi no tenía vida. Esperando, nadie sabe bien qué; negando, sin asumir la contundencia del paso de las estaciones, se marchitó la gran mayoría de todo lo que anduvo sembrando por ahí. De frente a la ventana de su pieza, a medio vestir, no dejaba de pensar en ello. Sabía bien, que cuando debió dar ciertos pasos adelante, cerró los ojos. Se sentía más negligente que nunca, como desde hace muchos años no lo hacía. ¿De donde venía toda esta ausencia de sentido?
No habría que subestimar la posibilidad de que lejos de su pequeña rutina pueblerina, a cientos de kilómetros de su ahogo, tal vez no habría tanto espacio dado a la desesperanza, y que ella sólo aflore cuando los pies dejan de andar, cual si decantara la suciedad de un caudal en el lecho de la conciencia. Quizás sólo necesite aire y algo de oxígeno para renovar sus energías, bocanadas de aire fresco, ventoleras venidas de otras tierras, o derechamente ir a pederse a otras latitudes.
Quien sabe, quizás ha de deambular, como lo debe estar haciendo parte de su alma, por los rincones de la tierra del fuego. Entrar a Cerro Sombrero, y recorrer sus pequeñas calles en busca de algún vestigio que el hable del paso de su primer amor por aquellas australes tierras, hace casi 20 años, cuando apenas se abría a la vida. O perder la vista tras la estela de polvo dejada por la huida aterrada de familias de ñandúes.
Está consciente que en buena parte es sólo cansancio existencial, por no haber sabido resolver aún los dos grandes temas que arrastra desde hace años, y que parecen haberse petrificado en el ultimo tiempo: La independencia y el amor. Da un breve suspiro, cierra la ventana, apaga la música, se ata los cordones de los zapatos, y sale al encuentro de una mañana moribunda y grisácea, con un cigarrillo en la boca. Para darle algo de sentido a un día que sabe, va a ser muy largo.
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