¿Qué estás haciendo? – Preguntó.
Mmm... Nada – Balbucee, mirando de reojo la cara de desaprobación de la Rosa.
Ya, vamos a jugar a pelota con los huevones del B, y nos falta uno. No nos puedes fallar – Me dijo. Más bien, me ordenó.
El campo de juego, una polvareda convertida en barrial por las primeras lluvias de marzo, estaba a un costado de la laguna. La tarde, pese a la luz del sol, estaba más helada que de costumbre. Siempre muy ordenados, y más atléticos que nosotros, los del B ya se encontraban practicando tiros al arco a nuestro arribo.
El Flaco al arco, el Chino adelante con Gonzalo, Pascual y el Chicho al medio, y Javier y yo atrás, ese era nuestro sencillo planteamiento táctico, un extraño 2-2-2. Claro que en los partidos de a siete, siempre terminaban todos adelante, dejando sólo al arquero para repeler los contragolpes. La idea era sencilla, el primer equipo en llegar a 20 goles gana, claro que solía ocurrir que cuando la cuenta era pareja y cercana a los 15 goles, ya nadie se acordaba exactamente del resultado.
El caso es que aquel era un partido a muerte. En educación física los del B nos habían ganado por un penal que inventó el profe, acordando una revancha de verdad, lejos de los límites del colegio. El honor de todo nuestro curso estaba en nuestras manos, más bien en nuestros pies, situación que a los 14 años dista mucho de ser algo menor. Elegimos lado para quedar con el viento a favor en el segundo tiempo. Sobre nuestras cabezas unos cuantos cúmulos negros amenazaban con terminar de cubrir el cielo. Al costado un reguero de bicicletas, ropas y un par de perros ladrando, junto a unas cuantas compañeras siempre fieles que no cesaban de gritar.
El balón comenzó a rodar con la seriedad de una final de campeonato, la rivalidad se respiraba. Un partido áspero, de juego fuerte, no nos favorecía en absoluto. Pascual anotó el primero del partido con un tremendo cabezazo al ángulo. Increíble. Quien lo hubiera dicho, con lo tímido y callado que era. Lentamente fueron pasando los minutos, sucediéndose goles en ambos pórticos. No nos dábamos tregua. El final del primer tiempo nos pilló 10 a 8 abajo. Gonzalo estaba indignado, Pascual mirando el suelo sin decir palabra, yo simplemente intentando no desteñir le daba ánimos al resto.
El entretiempo era apenas el minuto y medio en que nos demorábamos en cambiar de lado, tomar un poco de agua, y cruzar un par de palabras. Había que seguir. Nuestra suciedad alcanzaba niveles inimaginables. El Flaco era un pedazo de barro de los pies a la cabeza, el resto no lo hacía nada mal tampoco. Avanzaba la tarde, comenzaban a extinguirse los últimos rayos del sol entre las nubes oscuras, y el viento aumentaba, arrastrando a su paso las primeras hojas amarillentas por las calles semi desiertas de la Villa San Pedro. De súbito, un par de gotas comenzaron a licuar aún más el lodo. Daba lo mismo. Estábamos 16 a 16, no había forma de parar el partido. Pero claro el clima por estos lados, y sobre todo en aquel tiempo, si no respetaba las estaciones, menos se iba a preocupar por un infantil partido de vida o muerte.
Luego de imperdonable error de la defensa rival, Pascual volvió a agarrar un rebote, y con un horrible golpe entre la canilla y el empeine metió la pelota en un ángulo inverosímil. Era la ventaja momentanea. Acto seguido, un trueno aterrador trajo consigo un violento aguacero, de esos que no dejan ver mucho más allá de unos cuantos metros. Salimos corriendo, como era de esperar, unos a las bicicletas, otros en dirección a algún árbol. Íbamos 17 a 16 arriba, y dejamos el campo, pese la furia incontenible de nuestros rivales, con la alegría inmensa de haber dado por finalizado el encuentro, y la excitación de estar completamente mojados. Después de todo la pelota era de Gonzalo. Habíamos ganado. Claro que de vuelta al hogar la falta de comprensión de nuestros padres nos hizo olvidar rápidamente nuestra sacrificada victoria.
(2003)
(Fotografía de Francisca Insunza)