viernes, 31 de octubre de 2008

La costumbre del vacío - 10

La soledad estacionaria no se quiebra. El vacío se alimenta de la ausencia. De la perdida de sentido, de la muerte de los sueños, de la frialdad mecánica de las rutinas humanas. De la falta de un motivo real para permanecer toda una vida desperdiciando el tiempo por aquí. El sinsentido se torna incontrarrestable. Quién sabe, quedan aún incontables cincuenta años más (irónicamente “sin cuenta”) a la espera de la constatación final de su falta de humanidad y de que nada ocurrió realmente.

De las inmensas profundidades de toda una era olvidada vuelven elocuentes las frías masas australes a cubrir la falta de movilidad. Abruptamente nos muestra el invierno la fragilidad de todo a nuestro alrededor. El tiempo extinto paseándose entre la ventolera mientras se arrastra a sus pies las primeras hojas de marzo. Superponiéndose en un acelerado mosaico temporal, días gastados, irremediable se cruzan con el vacío de los que han de venir. Todos juntos, confundidos unos sobre otros, yuxtapuestos en una híbrida mezcla de sensaciones añejas y expectativas futuras. Los días de vuelta haciendo explotar la linealidad del tiempo.

Ha de ser el caos del fin de una época o el anárquico desorden de las hojas del calendario. Da la impresión de que se podría entrar a vivir cualquier momento. Elegir al azar minutos ya vividos, desempolvándolos e intentar volver a darles vida. Pero que remedio, más allá de una ventolera, y su temprana hojarasca, removiendo sensaciones trasnochadas e imágenes caducas, poco queda finalmente. A diferencia de muchos otros, sabe que no volverán aquellos días mágicos donde se paseaba la esperanza por cada pequeño espacio. Ni tampoco las personas que otrora parecían durar para siempre.

Finalmente cayó la noche, imperceptible, irrelevante. Una vez más. En silencio. Sin otro motivo que la mecánica costumbre de dejar pasar las horas. ¿y ahora qué?. Se preguntará más de alguien. Nada. Sólo la inercia se siente verdadera. ¿El resto?, mudos testigos de una era que jamás nos perteneció, simplemente nos echamos a dormir un rato para seguir luego lidiando inconscientemente contra el eterno paso del tiempo. Alimentando, de paso, la ingenua ilusión de que algún día llegue a suceder realmente algo.

2003

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