En solo un instante la lluvia se había transformado en un diluvio, obligándolo a buscar refugio bajo alguno de los pinos mediterráneos, típicos de roma, que flanquean la avenida. A su alero permanecía en silencio, además, una señora, que ignoró absolutamente su presencia. Frente a él un enorme bus cargado de viejos turista nor-europeos sonrientes y secos, que lo observaban con una mezcla entre curiosidad y compasión.
Una vez menguada la intensidad de las precipitaciones, continuó raudo la marcha, intentando descontar segundos a su atraso involuntario. En pocos minutos estaba ya cruzando el río, a un costado del ponre roto, rumbo a Trastevere. Se detuvo un segundo a fotografiar el espacio entre la ruina del puente y la isla tiberina, sin lograr captar la atmósfera que andaba buscando. Por fortuna, a este punto, la lluvia había cesado.
Los diez minutos siguiente los aprovecho, caminando rápidamente, para secar sus ropas. Acompañado de una constante sensación de retardo, no lograba inhibir el florecimiento de la molestia de estar perdiéndose parte de la obra, tan solo por haber tomado la desición equivocada. Subió decididamente las escaleras del monte Gianicolo, y en un abrir y cerrar de ojos estaba sobre la explanada donde se emplaza la Real Academia de España y su envidiable vista de la ciudad.
Contrariamente a lo que esperaba, con sus escasos 10 minutos de ratardo, en una ciudad como Roma, él era el primero de su grupo en llegar. Recorrió el lugar con la mirada, poca gente a esa hora de la mañana. Entró duditativamente a mirar el templete de Bramante, luego volvió sobre sus pasos y se dirigió a la entrada. Los estaban esperando, indicándole las escaleras del fondo. Ligeramente confuso atraveso la galería, hasta llegar al salón desde donde el eco de la conferencia. Cogió una carpeta de manos de una amable joven de Salamanca, de mirada transparente y el rostro iluminado por una sonrisa amplia, mientras le indicaba la puerta de entrada.
Se sentó, tal como lo hacía desde sus años de colegio, en la parte posterior de la sala. Sacó su cuaderno, y un lápiz. Buscaba rostros familiares, un tanto desconcertado. ¿No se habrá equivocado de conferencia?. En eso vio al profesor, con su aire de auto-suficiencia, sentado adelante junto a una profesora de Bologna. Un poco más allás, hacia la derecha del recinto, un par de estudiantes de la universidad tomando apuntes. Poco después, llegan juntas dos compañeras, el día y la noche, el orden y el caos, la planificación y la improvisación; una extraña mezlca de carácteres que parecía funcionar bastante bien.
- Mayo, 2008 -
No hay comentarios.:
Publicar un comentario