lunes, 28 de julio de 2008

La costumbre del vacío - 7

II

Hoy se siente particularmente solo. El breve espacio de su departamento se le hace insoportable. Se siente al margen de todo el torbellino que alguna vez prometió en convertirse en su vida. Extraviado en aquella fría inflexión del devenir, entre la certidumbre de un anónimo futuro estéril y la posibilidad de largarme lejos, sin que nadie llegue a notarlo.


Dentro, una molesta inquietud revuelve amargamente la constatación de la total falta de movimiento. Apenas el sonido de una radioemisora, que le recuerda otro tiempo, se atreve a interrumpir el silencio de una noche inútil. Brotan por todos lados sombras aburridas de personas que alguna vez pasaron por ahí. Mares silenciosos de rostros, recuerdos, palabras mudas de conversaciones interrumpidas. Tanta gente que los zarpazos del paso del tiempo arrojó a una infinidad de caminos, intrincados y de rumbos desconocidos. Lejos. ¿Cuántos lazos se cortaron?, ¿cuántas llamadas se ahogaron en el miedo a dar la vida por alguien?


No es únicamente el estar, efectivamente, sin compañía. Ni que sea el aniversario de su nacimiento. La lucidez que dan los años deja ver con nitidez que el vacío se ha incrementado. Cual si estuviese en los descuentos, soñando con dar vuelta el partido para lograr la clasificación, el tiempo pasa desvaneciendo las esperanzas, aguardando el momento adecuado para poner la lápida. Lleva cuatro años negándose a morir, a rendirse. No obstante ya no parece haber nada más que hacer que esperar el pitazo final.


La permanente constelación evanescente de sonrisitas pululando ha comenzado su proceso inexorable de extinción. Sólo quedan ecos de promesas al aire, el aroma lejano de perfumes en desuso, el recuerdo de enredos de sábanas, un puñado de fotografías amarillentas, y extraviadas libretas de teléfonos empolvándose en alguna caja en el fondo de la bodega. Todo listo para el fin.


Las opciones son sólo dos. Quedarse a reafirmar la derrota, la muerte del espíritu, o irse a vidas completas de distancia. Cerrar este cuaderno y partir a buscar un resto de vida a alguna parte. Sea lo que fuere lo único inalterable es la soledad.


Lentamente, invisible e inevitable, llega la lluvia a interrumpir la quietud lánguida de un verano opaco. Se cierne el invierno sobre nuestras vidas, cual si ya no quedase espacio para albergar una esperanza. Los sueños sepultados en el gris de una ciudad inmóvil. El amor carcomido por la indiferencia reducido a la negligencia del acostumbramiento. Van a comenzar los próximos cuarenta tediosos años de una vida rutinaria, con escasas luces. La actuación, finalmente, sin aplausos, ovaciones, ni pifias, parece haber llegado a su fin.


2003

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