Quién hubiese pensado, en medio de tanta quietud, que las semanas se iban a hacer días deshaciéndose en conflictos absurdos, rezagando esperanzas y olvidando problemas reales, que se vuelven invisibles de lo inabordables que se han tornado.
Sentado en bus, en una mañana sin tiempo, acompañado de anhelos remotos e imágenes inconexas, atraviesa un momento que ha permanecido aquí por siempre. Dándole la impresión de haber ya vivido este instante, perdido entre sus apuros cotidianos y los proyectos de siempre. Inmóvil. El mismo cielo, las mismas nubes, un villorrio extraído del siglo 19 y abandonado en el camino para recordarle la multiplicidad de niveles del tiempo.
Se siente vacío. No es hambre esta vez. Los días, las estaciones y los años pasaron con prisa. Junto con todo lo que iba a ser, los sueños de castillos en el aire y futuros maravillosos, de viajes a regiones que no existen y con gente de fábula. Todo ello perdido en algún recoveco del mundo, en alguna calle, en algún bar, en algún “sendero entre hojas llevadas por el viento". (como diría Rilke)
O en alguna playa, en un otoñal atardecer sobre el océano anaranjado, sobre la arena fría o las rocas húmedas. O quién sabe en que lugar. Aquí y ahora. Un cuerpo fatigado, vaciado, con la avidez vencida, rumbo al mismo lugar de siempre, alimentándose con desgano de campos, prados sembrados, colores primaverales y animales pastando. Campiña en permanente transformación, pero que permanece eternamente igual.
En él todo sigue igual, aunque algo opacado. Sus ideas empolvadas, los pantalones gastados, sus permanentes reacciones incoherentes, el clásico look infantil bastante envejecido y enmohecido. Ya van casi 23 años, y no parece desprenderse aún del lastre tedioso de los 18 rebeldes de todo el mundo.
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